domingo, febrero 05, 2012

La Foto Postal

Aquella mañana de febrero no había mucho que hacer. El sol caía cruel y desnudo sobre las solitarias calles de Santiago amenazando abrazar con todo. En la computadora danzaban silenciosas miles de esferas blancas, que inútiles mantenían ocupada la pantalla, a la espera de una orden que deliberadamente no le di.

Estaba hojeando el diario en busca de algo que leer. Generalmente aterrizaba en Línea Directa, una sección, con casos tan bien resueltos que justificaban el que los recortara, seleccionara y guardara en mi escritorio, en espera de utilizarlos para escribir una novela de corte criminal a lo Agatha Christi pero en el estilo del realismo mágico de García Márquez. Encontré un artículo titulado ”Los Ricos Pobres” al que yo le habría puesto ”El peso de las cosas o una crítica al consumismo por Coco Legrand”, que me llamó la atención y me hizo pensar en los tiempos del colegio en lo que en aquel entonces pensaba sobre el matrimonio, el trabajo y el éxito, que sorprendido aún recordaba y en cómo hoy mis preocupaciones giraban en torno al pago de las patentes de los autos, el colegio de los niños, las cuotas del equipo de música y de la nueva máquina de lavar loza, que ya había fallado dos veces y de la que ni siquiera habíamos logrado ocupar el programa automático, por lo que había pensado seriamente en enviar mi caso a Línea Directa o comenzar con ello esa novela escurridiza; cuando impredecible Maggy, con su voz una octava superior a lo normal de las mujeres, masticando un chicle blanco entre sus blancos dientes y haciendo caso omiso de lo dicho tantas veces, entró sin golpear.

- Chita, que teníh amigos tú. Te llegó esta media postal, Bah!, es una foto de un tal Ernesto Gómez, que la envía desde, ee...
Se la quité de las manos y le contesté:
- Aguanto que entres sin golpear en mi oficina pero que leas mi correspondencia eso no lo soporto.

Ella me miró con los ojos entreabiertos sin dejar de masticar, mientras yo me sentaba.
-Para que sepa jovencito, -lo dijo recalcando todas las eses y ces de cada palabra-, la correspondencia oficial de esta oficina, sí,- insistió moviendo la cabeza- la tengo que leer yo y la foto esa no decía ni privada ni personal. Así que aguántese,terminó diciendo, mientras levantando los brazos en un gesto de rebeldía, se alejaba sin esperar comentarios.

Me quedé ahí, con la foto en las manos, quieto como cuando vemos un fantasma o algo así, supuse, porque nunca he visto uno.
Ernesto Gómez había sido el mejor amigo del colegio, recordé los estudios de última hora después de las cimarras, los veranos, los mochileos al sur. Casualidad ?.....Con él aprendí a fumar y más tarde a jalar, riéndonos de los viejos cuando se juntaban y entre ellos se convencían de lo sanos y buenos muchachos que éramos. En realidad lo éramos o quizás actuábamos así, para que el resto también lo creyera. Teníamos toda la vida por delante, el espectro de posibilidades era infinito, el futuro no nos pesaba y podíamos ser cadenciosamente irresponsables.
No no fue una casualidad, inicié un viaje deliberado al baúl de los recuerdos..... Me acordé de la Srta. Isis nuestra profesora de castellano, una señora de edad avanzada que cubría su mano izquierda con un guante blanco que nunca se sacaba. Ernesto la asaltaba en los pasillos del colegio y le ayudaba a llevar los pesados libros. Ella resistía digna las sonrisas insistentes que él le lanzara cuando de rodillas le pedía se sacara los guantes o le prometía un beso musitando poemas en castellano antiguo. Era su alumno favorito sin duda. Ernesto siempre traía consigo viejos libros prestados por ella. Al final, cuarto medio fue el último año en que ella dió clases, durante la fiesta de graduación se nos acercó y dirigiéndose a Ernesto le dijo, sacándose el guante que usara desde siempre.
- La perdí hace mucho tiempo, cuando le ayudaba a mi padre en las tareas del campo, durante las vacaciones, porque yo estudiaba en el internado de las monjitas Teresianas de Linares. Nunca me casé, a pesar de que Gustavo me lo había pedido tantas veces. Su voz se quebraba y los ojos se le llenaban de lágrimas que no derramó.
- Justo cuando superando mis miedos le dije que si, la mina se lo llevó para siempre, porque él era minero y trabajaba en Lota. Sí, si hubiera tenido un hijo, Ernesto, me hubiera gustado que fuera como tú. Bajó la vista mientras se colocaba su guante sobre la mano eternamente quieta.
Ernesto se acercó y dándole un beso en la frente le susurró como un secreto:
- Si yo tendría una madre, ella habría sido Ud.
Nunca más volvimos a saber algo de la Srta. Isis. Igual la pasamos bien esa tarde y cuando ya no quedaba más cerveza que tomar, Ernesto mirando al cielo me dijo:
-Qué fácil es hacer feliz a la gente. A veces sólo hace falta una sonrisa o un buen gesto.

La madre de Ernesto vivía con un pintor en París, en viaje casi permanentemente y su padre trabajaba en EE.UU. para el Banco Mundial, encargado del futuro de las naciones más pobres, comentaba, para espantar esos silencios previos a las tormentas. Fueron sus abuelos quienes asistieron a la ceremonia de graduación y a quienes Ernesto les entregó sus diplomas y otras condecoraciones. Él había salido el mejor alumno de aquel año y eran grandes nuestros sueños. Habíamos planificado un viaje por el Amazonas, que después de dar la prueba de aptitud sólo quedó en una vuelta por Machu-Picchu. Ese fue nuestro último viaje. Formamos un grupo con la hermana mayor de Ernesto, su pololo y dos amigas de ellos que resultaron ser un fracaso alegando y despotricando contra la hospitalidad peruana, las hostales en mal estado y engrupiéndose a cuanto gringo se encontraban en el trayecto. En Machu-Picchu nos tendíamos sobre el altar del sol durante las tardes para captar el espíritu etéreo de los Incas. En el lago Titicaca compartimos largo tiempo con las familias que vivían en las islas de totora. Ernesto tenía esa cualidad de comunicarse con la gente en una frecuencia desconocida para mí. Recuerdo como en el carnaval de Puno fue Ernesto quién logró obtener dos fetos de llama, entregados por una lugareña quién se los obsequió con la sola condición de no revelar jamás para qué servía tenerlos en casa. Yo me quedé con uno. Cuando me casé, Luci lo encontró tan feo que tuve que acceder a botarlo sin poder argüir para qué lo podíamos conservar.

Ernesto quedó en psicología en la U. y yo en ingeniería comercial. Justo antes de marzo de aquel año recibió la noticia de la muerte de su padre y que debería viajar a EE.UU. para lo del entierro y otras cosas relacionadas con herencias y propiedades. Recuerdo cuánto me pidió que le acompañara. Sólo unos meses insistía, pero yo temeroso, egoísta y confundido me negué convencido de que el primer semestre de la Universidad era el más importante. Cuando nos despedimos en el aeropuerto no nos dijimos nada. Fue un saludo silencioso, el preludio de un hasta siempre sin retorno.

Nunca más volví a escuchar algo de él. Sus abuelos volvieron seis meses después y se fueron a vivir a Chiloé. La casa en Santiago la vendieron y yo me dediqué a estudiar en serio. Terminé la carrera sin honores, me casé con Luci después de tres años de pololeo y estoy aquí en una empresa de medio pelo esperando la vuelta de tiempos mejores.

Me di cuenta que todo esto me lo había dicho a mi mismo en un silencio que se extendió toda la mañana. Aun sostenía la foto-postal en mis manos y no la había leído.

”Te mando esta foto para retar al tiempo y la distancia. Formarás parte de mi vida así como yo de la tuya en una regresión infinita en la que cada uno forma parte de la vida del resto. Estoy viviendo en una comunidad indígena al norte del Cañón del Colorado, los Arapash. Los conocí cuando estudiaba los diferentes comportamientos de las culturas y por ellos dejé los estudios, el dinero y la llamada civilización. Ahora vivo cerca de la tierra y el hombre. Nieve Luz es mi compañera y te envía saludos y alegría. Mi lugar de meditación esta en la foto y nuestra dirección postal adjunta. Paz y larga vida te desean Nieve Luz y el Hermano Venido del Viento del Sur.”

Ahí estaba él al borde del Cañón con su cara de niño con la vista fija en dirección al sol. Había firmado con su nombre antiguo, Ernesto Gómez, en una esquina de la foto donde la dirección postal era ilegible.

Maggy asomó su cabeza por el umbral de la puerta y me dijo que iba a almorzar.
-espera voy contigo, - le dije. Tenía que contarle a alguien algo de mi vida.

Hasta ese momento no me había preguntado cómo Ernesto consiguió mi dirección, pero eso no importa, un buen gesto hace feliz a cualquiera. Sobre el escritorio quedó la foto y en la computadora danzando silenciosas, miles de esferas blancas, que inútiles mantenían ocupada la pantalla, a la espera de una orden que deliberadamente no le di.
Juan Ehrenhaus